Durante el verano en España hay (o… ¿habían?) una serie de cambios en la rutina general del día a día en la ciudad, llamados horario de verano. Durante julio y agosto el transcurso del día cambia un poco para que la gente aproveche más la temporada, el bueno. Por ejemplo, en vez de trabajar de 9 a 6 con hora y media de comida, algunas empresas cambian su horario para sólo trabajar de 8 a 3 con una hora de almuerzo; hay precios especiales en museos y espectáculos, los bares salen a las calles e inundan las plazas aledañas con terracitas para disfrutar el sol, por citar algunas.
Recuerdo el verano del 2007 en Madrid. La empresa donde estaba trabajando era gubernamental, por lo que a huevo había horario de verano. No me eran buenos tiempos, por lo que cuidaba cada moneda con especial recelo, pero por otro lado estaba en Madrid y de una u otra forma había que aprovecharlo.
En particular el museo del Prado abre sus puertas gratuitamente de 4 a 6pm. Yo trabajaba a unas cuantas paradas de bus, en el INEM (Condesa de Venadito, por Américas) y así, casi todos los días, salía a las 3 de la oficina, me iba a comprar un bocadillo (torta/baguette) de €1,20 a un puesto en el camellón de la Castellana para matar el hambre y hacer tiempo para puntual, a las 4, entrar gratis al museo.
Durante ese verano habré ido unas 20 veces y por más salas que recorriera, casi todos los días terminaba en la sala de los grandes maestros, o en el sótano de la época oscura de Goya. En el transcurso de esos meses me hice buen amigo de Don Fermín y Clarita, los vigilantes de esas salas, también entablé amistad con un par de enanos y bufones de la corte, con algún anónimo con la mano en el pecho y cruz de Santiago en la solapa, con don Pablo de Valladolid (cuadro que Manet considerara el trozo de pintura más asombroso que se haya realizado), con el Capitán Espínola rodeado de picas recibiendo las llaves de Breda, sin olvidarme, claro, de mis cuates los borrachos en aquel legendario triunfo de Baco… Pero por muy mal que me cayera la infanta con su cara de estreñida, Las Meninas siempre ha sido uno de mis cuadros favoritos del museo. Es una ventana al vacío, todo un aleph borgiano. Sé que técnicamente es una pieza fuera de serie; la composición, la presencia cuasi protagónica del autor (y del lienzo) en cámaras reales. “Con un par de cojones” decía don Fermín, quien a veces con la sala vacía se sentaba a platicar “que ponerse a la altura de la corte en un cuadro real, se necesitan un buen par“.
A partir de entonces, cada vez que por cualquier razón termino en Madrid, invariablemente paso a darme una vuelta a saludar a los amigos, siempre allí.
Con una excepción.
En el 2010 no estaban Las Meninas.
Estaban remodelando (o algo) la sala de grandes maestros y no se podía entrar. Mi encabronamiento se tranquilizó un poco cuando me encontré a Don Fermín en alguna otra sala. “Pero Don Alberto –nunca quiso referirse a mí de ninguna otra forma, a pesar de mis 26 años cuando nos conocimos– en el pasillo hay una obra invitada de Boston que le va a gustar, ya verá”.
Sí, la había visto «¿De Boston? ¿Gringo? No es buena carta», «lo sé –me dijo–, pero verá que es un gran cuadro».
Para empezar, sí es grande, el lienzo de 2×2 metros se imponía al centro del pasillo.
Unas niñas, una alfombra, y un par de jarrones. Nada del otro mundo. Pero bueno, a ver, espera. Los trazos están interesantes. La luz está chida. ¡La alfombra y sus dibujos! Uy, los reflejos en los jarrones, a ver a ver. El biombo tan de otro color. Tantos planos tan bien usados… El fondo oscuro, pero con protagonismo… Achingá?!

Y sin darme cuenta, entré a través de la misma ventana borgiana que ofrece Las Meninas. La imagen digitalizada de la pintura no hace más que ayudar un poco para ver de qué estoy hablando. Pero el cuadro tiene un sinnúmero de matices visibles sólo a flor de lienzo.
Y sí, es una reinterpretación de Las Meninas, una versión actualizada por un alumno de la obra de Velázquez, aunque de nacionalidad Norteamericana, nacido, criado y educado en Europa.
Así “Las hijas de Edward Darley Boit”, de John Singer Sargent pieza invitada al museo del prado a suplir Las Meninas por unos meses en el 2010 pasó, tras 10 ó 15 minutos de admirarlo, a ser uno de mis cuadros favoritos (originalmente parte de la colección permanente del Museum of Fine Arts Boston).
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Hace un par de años que no veo a Don Fermín, gran tipo. Serio al principio, pero gran conversador y conocedor del objeto de su oficio: el arte español. Muy a la usanza española, es tan conciso que a veces peca de parco, pero siempre cierto y rotundo. A él le escuché alguna vez una frase que resumía a rajatabla algunas experiencias en un museo “¿Qué saben los modernillos (sic) de la vida, si jamás se han enamorado de alguien que probablemente murió hace más de cien años?“, eterno enamorado de (si no mal recuerdo) Doña Josefa Bayeu.
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Hablando de museos, algún día escribiré hasta donde la prudencia lo permita, la historia que más de alguno conoce, que comienza en el SFMOMA, en donde se mezclan Monet, Manet, la chava inglesa, malas cubas pero buenos whiskys, la planta baja y el cuarto piso de LeMeridien San Francisco y una cuenta en la tarjeta de crédito que pagué (con una sonrisa del tamaño de la bahía) por casi seis meses.
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